El sector agropecuario latinoamericano enfrenta una paradoja crítica: mientras la región se consolida como el principal exportador neto de alimentos del mundo con el 15,5% de las exportaciones globales entre 2020 y 2022, más de cuatro quintas partes de su fuerza laboral agrícola opera en condiciones de informalidad. Esta contradicción estructural compromete tanto la seguridad alimentaria como el desarrollo sostenible regional, según revela un informe conjunto de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Radiografía de una crisis estructural
El diagnóstico es contundente: aproximadamente el 80% del empleo agropecuario en América Latina y el Caribe carece de protección social, contratos formales y condiciones laborales dignas. Esta cifra refleja un problema que va más allá de las fluctuaciones económicas coyunturales y se arraiga en décadas de transformaciones productivas desiguales.
El sector, que representa el 6,5% del producto interno bruto (PIB) regional y el 12,6% del empleo total, ha experimentado un declive progresivo en su peso económico. Desde 1981, cuando aportaba el 9,6% del PIB y el 21,4% del empleo, su participación se ha reducido sistemáticamente, evidenciando un proceso de urbanización acelerada y desplazamiento laboral hacia otras actividades con mayor rentabilidad relativa.
Entre 2019 y 2023, el volumen total de empleo agropecuario permaneció estancado, sin registrar crecimiento significativo. No obstante, sí se produjeron cambios en las formas de inserción laboral: disminuyeron los trabajadores familiares auxiliares mientras aumentaron los asalariados y trabajadores por cuenta propia, una transformación que no se tradujo en mejoras en los niveles de formalización.
Geografía de la precariedad laboral
Las tasas de informalidad agrícola varían significativamente entre países, reflejando diferencias estructurales en sus mercados laborales. Bolivia encabeza la lista con el 98,5% de ocupación informal en el sector agropecuario, seguido por El Salvador (95,8%), Perú (94,5%) y Ecuador (92,9%). En un segundo escalón aparecen Paraguay (91,8%), Panamá (91,1%), República Dominicana (88,8%), Colombia (85,9%), Brasil (73,8%) y México (68,2%).
Los niveles más bajos se concentran en Costa Rica (46,7%), Chile (39,7%) y Uruguay (28,7%), países que han logrado avances relativos en la formalización laboral. Esta heterogeneidad se explica fundamentalmente por la composición del empleo: donde predominan trabajadores por cuenta propia y familiares no remunerados, las tasas de informalidad se disparan y la actividad se concentra en el sector informal.
Pobreza rural y vulnerabilidad persistente
La precariedad laboral agrícola se entrelaza estrechamente con la pobreza rural. En 2023, la tasa de pobreza en zonas rurales alcanzó el 39,2%, 1,6 veces superior a la registrada en áreas urbanas. La pobreza extrema afecta al 18,5% de la población rural, evidenciando que las condiciones estructurales del campo —alta dependencia de empleos agropecuarios de baja productividad, acceso limitado a servicios básicos y menor cobertura de protección social— perpetúan la exclusión.
El sector agropecuario aportó en 2023 el tercer grupo más numeroso de ocupados informales en la región, superado únicamente por comercio, restaurantes y hoteles, y por servicios comunales, sociales y personales. Esta posición confirma que la informalidad agrícola no es un fenómeno marginal, sino un componente central del déficit de trabajo decente regional.
Brechas estructurales en el mercado laboral agrícola
El análisis de las categorías ocupacionales revela patrones diferenciados que explican la persistencia de la informalidad. Los asalariados representan el 41,7% de los trabajadores masculinos y el 24,3% de los femeninos, mientras que los trabajadores por cuenta propia constituyen el 46,3% y 35,2% respectivamente. La categoría de trabajadores familiares auxiliares —generalmente sin remuneración— alcanza el 7,1% entre hombres y el 38,5% entre mujeres.
Esta distribución ocupacional determina el acceso diferenciado a ingresos regulares, protección social y derechos laborales básicos. La informalidad afecta al 78% de los trabajadores masculinos y al 86,4% de los femeninos. Más del 60% de las trabajadoras informales laboran menos de 35 horas semanales, comparado con el 38,6% de los hombres, lo que obliga frecuentemente al pluriempleo informal como estrategia de supervivencia.
Trabajo infantil y vulnerabilidades múltiples
El informe documenta que el sector concentra el 46% del trabajo infantil en América Latina: 7,3 millones de menores entre 5 y 17 años trabajan en actividades agrícolas. Esta realidad se suma a otros indicadores preocupantes: más del 50% de las personas ocupadas en el sector no completó la educación secundaria, limitando severamente sus posibilidades de movilidad laboral y acceso a empleos más productivos.
La estructura etaria también refleja vulnerabilidad: el sector concentra proporcionalmente más personas mayores y jóvenes en situación precaria. Casi la mitad de los jóvenes rurales trabaja en condiciones informales, sin acceso a capacitación técnica, seguridad social ni perspectivas de desarrollo profesional. La estacionalidad característica de muchas actividades agrícolas agrava esta situación, reduciendo tanto las horas trabajadas como la posibilidad de acceder a empleos con protección adecuada.
Productividad estancada y modernización desigual
La productividad total del sector agropecuario latinoamericano ha experimentado una desaceleración preocupante. La modernización tecnológica se ha concentrado en países exportadores y en grandes agroindustrias, mientras las pequeñas unidades familiares —que constituyen la mayoría de las explotaciones— permanecen con bajos niveles de capitalización, escasa innovación y limitada resiliencia frente a shocks externos.
Paradójicamente, los incrementos de productividad registrados en algunos países se deben más a la reducción del empleo que a mejoras genuinas de eficiencia. Esta expulsión de mano de obra sin alternativas equivalentes en otros sectores alimenta la migración hacia zonas urbanas o hacia actividades informales con ingresos aún más precarios.
Los factores globales recientes —pandemia, conflictos internacionales, alza de costos de insumos, vulnerabilidad climática creciente— han reducido rendimientos y provocado mayor estacionalidad laboral. Las sequías e inundaciones afectan especialmente a pequeños y medianos productores, que carecen de capacidad financiera para invertir en adaptación o recuperarse de pérdidas productivas.
Heterogeneidad productiva y acceso desigual a recursos
La región presenta una marcada heterogeneidad productiva: conviven grandes agroindustrias altamente tecnificadas con pequeñas unidades de subsistencia que operan con tecnología rudimentaria. Esta dualidad estructural se ve reforzada por el acceso profundamente desigual a tierra, crédito, asistencia técnica y servicios de comercialización.
Las brechas de productividad entre estos segmentos son abismales, especialmente en países dependientes de cultivos de subsistencia. Sin políticas diferenciadas que combinen incentivos productivos, protección social y fortalecimiento institucional, esta heterogeneidad seguirá reproduciendo desigualdades y limitando el potencial del sector.
Déficit de protección social
La informalidad se traduce directamente en exclusión de sistemas de protección social. La estacionalidad y la ausencia de contratos escritos —realidad para la mayoría de los asalariados agrícolas— impiden el acceso a seguros de salud, pensiones y otros mecanismos de seguridad social. Esta desprotección genera vulnerabilidad extrema ante enfermedades, accidentes laborales o vejez.
Los trabajadores familiares auxiliares enfrentan barreras adicionales para acceder a estos beneficios, tanto por su condición de no remunerados como por las jornadas parciales que les impiden acumular las cotizaciones necesarias. El pluriempleo informal, frecuente entre trabajadores agrícolas, tampoco garantiza cobertura adecuada.
Políticas públicas: esfuerzos fragmentados
El análisis de 35 intervenciones de política pública implementadas en la región arroja un balance mixto. Si bien muchos países ejecutan programas en desarrollo productivo, formalización de tierras, fortalecimiento institucional, protección social y capacitación, la mayoría carece de un enfoque explícito de formalización laboral.
Las iniciativas pueden agruparse en cuatro estrategias principales, alineadas con la estrategia FORLAC 2.0:
Desarrollo productivo y formalización de tierras: incluye programas como la Política de Catastro Multipropósito en Colombia, el Programa de Titulación y Registro de Tierras Rurales (PTRT3) en Perú, y diversas iniciativas de titulación y desarrollo productivo en Ecuador. Estos programas han avanzado en seguridad jurídica, actualización catastral y organización comunitaria, aunque enfrentan desafíos de coordinación interinstitucional, financiamiento y costos operativos elevados.
Formalización laboral y empresarial: contempla el Programa de Apoyo al Agro Peruano (PAAP), iniciativas como Coseche y Venda a la Fija y el Plan Lácteo en Colombia, el Clúster Lácteo en Ecuador, y programas de formalización y asociatividad en Argentina y Perú. Estas intervenciones buscan facilitar la transición hacia estructuras empresariales formales y mejorar la inserción en mercados.
Empleo y desarrollo de competencias: destacan el programa CRIAR II en Bolivia, iniciativas para agentes de pesca artesanal en Perú, el Programa de Asociatividad Económica en Chile, MYPE AsesorIA (MAIA) en Colombia, y los Consejos de Salarios en Uruguay. Los resultados muestran mejoras en productividad, formalización y diálogo social, aunque persisten desafíos relacionados con conectividad, calidad de la capacitación y sostenibilidad financiera.
Protección social: incluye los Convenios de Corresponsabilidad Gremial en Argentina, AMUSSOL y el Registro Colectivo en República Dominicana, convenios de aseguramiento en Costa Rica, el Seguro Social Campesino en Ecuador, el Plan de Pensiones Rural y +Previdência Brasil, y programas como MAS-CAÑA en México. Estas iniciativas han logrado reducir pobreza, ampliar cobertura y mejorar el acceso a beneficios, aunque enfrentan limitaciones para cubrir a migrantes, trabajadores estacionales y alcanzar universalidad.
Finalmente, en derechos laborales y fiscalización, se encuentran el Registro Fiscal de Operadores de la Cadena Agroalimentaria y el Inspector Digital en Argentina, el Sistema de Formalización Progresiva Agraria (SIFORPA) en Perú, programas de fiscalización agrícola por temporada en Chile, y proyectos de diálogo social y formalización en Brasil. Estos han incrementado la regularización, mejorado los registros y fortalecido las capacidades estatales, aunque persisten resistencias a la digitalización y marcos normativos débiles.
Recomendaciones para la transformación
El informe propone diez recomendaciones concretas orientadas a acelerar la transición hacia la formalidad:
- Estrategias integrales de formalización: articular políticas productivas, laborales y sociales en marcos coherentes de largo plazo.
- Integrar formalización y transición climática justa: reconocer que la adaptación al cambio climático requiere trabajadores formales, capacitados y protegidos.
- Coordinación interinstitucional: superar la fragmentación entre ministerios, niveles de gobierno y agencias especializadas.
- Diálogo social tripartito: involucrar activamente a gobiernos, organizaciones de empleadores y de trabajadores en el diseño e implementación de políticas.
- Financiamiento sostenido y diversificado: garantizar recursos predecibles mediante combinación de presupuesto público, cooperación internacional y mecanismos innovadores.
- Tecnologías digitales para inclusión productiva: aprovechar plataformas digitales, registro electrónico y pagos móviles para reducir costos de transacción y ampliar cobertura.
- Combatir desinformación y rediseñar incentivos: desarrollar campañas de comunicación efectivas y ajustar sistemas tributarios y de contribuciones para facilitar la transición.
- Formación técnica alineada al sector: ofrecer capacitación pertinente que responda a las necesidades específicas del agro moderno.
- Ampliar protección social rural: diseñar esquemas adaptados a la estacionalidad, movilidad y características del empleo agrícola.
- Monitoreo y evaluación sistemática: desarrollar indicadores de formalidad específicos y sistemas de seguimiento que permitan ajustes oportunos.



